Todo cabe en este vacío gris donde gravitan ideas desordenadas, donde la esperanza evapora ganas al calor de mi propio cuerpo, donde las fuerzas mudas de lo placentero reconstruyen por sí solas momentos hasta volverlos accesibles. Qué fácil engañarnos cuando el placer mudo, egoísta y solitario endulza lo amargo, eso imposible de reconstruir: la tibieza de dos labios saboreándose entrecortados, la risa infantil al borde de un mordisco, o el escalofrío ante la caricia inesperada que trepó lentamente por los pliegues de mi falda hasta perderse en un suspiro… Es cierto. El deseo acorta distancias, pero el nuestro es infinito, y creyendo devorarle, me devoro cuando poso este suplicio en su frente colapsada inútilmente sobre la mía. No es casualidad que nada sea lo que aparenta, si aprendimos desaprendiendo a buscar en los detalles el resplandor de un guiño.
Pero… ¿Dónde encuentro su saliva para humedecerme? ¿Detendrá mi espalda para imponer su ritmo? Será que sea… ¿Agresivo? ¿Frío? ¿Indiferente? O seré cuando él sea… ¿Cálida? ¿Dulce? ¿Obediente? Le diría qué hacer, si permitiese a mi voz ser su guía, cuando mis manos retienen, a kilómetros, un señuelo de su anatomía; volvería, y le reconocería, aún cuando la oscuridad nos pierda. Yo sé que todo nace ahí, donde los pensamientos se entrelazan y multiplican, donde mutan sensaciones discordantes, al son de tristes despedidas, pero ninguna es igual a mí. Soy la luz al otro lado del muelle, la que tirita de frío y le llama; la voz… la palabra… que acorta distancias y nos acerca, más al nombre que al pretexto, más al éxtasis que al encuentro, más al miedo que a fiarnos poniendo en boca de otro lo que escondemos dentro, muy dentro, allá donde la luz se pierde.
Le llaman riesgo, a lo denso de los celos derrotados, de la cobardia, rota, ya sin tilde; le llaman juego, a lo entretenido de las dudas envueltas en llamas, quemando eternamente mi cintura a su vera… No fue un error, le digo sin que me escuche, cuando balbuceo una historia tonta, mientras pienso en otra y repito: no fuiste un error, lo supe al cometer otro; o en todo caso, fui yó, con tilde, sin nosotros. Siempre a la inversa, controlando lo incontrolable, cuasi imposible, pero… recuerdo su olor y lo quiero en mis sábanas; para esculpirle a mi medida sin que medien los verbos, sin poder nunca retenerlo cuando siendo tan pequeño le hago sentir grande. Nos sustituimos: sin respeto al otro, sin piedad, con la misma inquietud de dos niños jugando a ser amantes; escondidos, donde nadie las ve, entre un millón de ojos, que contaminan con prejuicios el escaparate de lo nunca vivido, ¿o lo por vivir?
Predecible, que caerá la tarde sobre los tejados y una aguja a media noche lacerará mi orgullo; predecible, que hecha añicos mi añoranza seré el pretexto y no el nombre, el muelle y no la seña; indiferentes: predecibles e indiferentes, que el error, ya estudiado, explorado, interpretado, se repite por sí solo; predecible, que a media luz no estés para decorar mi cuerpo con tu sombra, para perderte entre mis piernas y jugar, esquivando en la memoria los charcos del despecho, encontrando atajos para enredarte en mi pelo y escucharme doler… por ti… de nuevo… Predecible, que el futuro en mí es un eco sembrado en su garganta, que tomo por antídoto, su veneno, adicta a las huellas sin escarcha de lo inútil y lo yermo. Predecible, que todo cabe en este vacío gris donde gravitan ideas desordenadas, donde las fuerzas mudas de lo placentero evaporan las ganas de ver morir, el fuego fatuo, de lo irreconstruible…