En su fiesta de cumpleaños, una niña esperaba a su padre con los ojos abiertos de par en par. Vestía un traje blanco con volantes azules y unos zapatos de goma que rechinaban al compás de sus saltos. En la fiesta, todos reían con ella, todos jugaban con ella, todos le obsequiaban, le ofrecían algo que tomar, algo que comer… Todos, menos su padre. Sopló velas. Se vació la casa. Y, al cabo de un rato, ya estrellada la noche sobre los techos, una voz familiar suplicaba distante: «…pero déjenme verla», mientras otra, también familiar respondía: «no… está dormida».
Eran las 7:23 PM del 4 de febrero de 1995, cuando una niña de cinco años se coló bajo la falda de su abuela, cruzó como un rayo la mesa de cumpleaños y se estrelló contra la montaña rígida de su madre que protegía, como un perro largo y alto, el portón donde le aguardaba su padre con una muñeca bajo el brazo. Sus pies izaron vuelo, las lozas naranjas se distanciaron y su padre, a gritos, también se alejaba perdiéndose en el vacío inhóspito de las desilusiones.
Ese día, nació su maldición de ser quien espera, y no quien se fía de esperar.