Desperté.
Me gusta pensar que lo hice.
Espantado el sueño, impuesta la vigilia y consciente mi consciencia de su entorno, el carrusel sináptico continúa girando en eterno bucle eléctrico. No hay mucho de mí en ese acto, pero me gusta pensar que sí: que tengo la opción de elegir el primer pensamiento del día, la opción de vencer la rutina evitando mirar el reloj o deteniendo la mano que deslizo bajo las sábanas, esperando encontrar allí su nombre.
Me gusta pensar que el silencio de la casa, el frío del suelo, del agua, del cuarto, la luz de los autos asomada por las ventanas, el maullido de los gatos en los tejados, las tres tazas de café en la cafetera, la espera de mis plantas en el balcón… Todo apunta a un despertar que elegí yo, y solo yo; pero, evitar los cuartos oscuros los hace aún más oscuros, romper el silencio lo hace aún más silencioso, ignorar el vacío lo hace aún más poderoso cuando cruzo la sala como un tornado repasando qué llevo y qué me falta.
¿Dónde dejé el descontrol, la liviandad, el desinterés por lo frugal y la mesura? ¿Alguien sabe desde cuándo no despierto, si mis ojos están abiertos y respondo a sus preguntas? Desperté. Me gusta pensar que lo hice; que gravito por las estaciones y puedo perder el tren, que llego tarde y notarán mi ausencia, que si alguien se asomase a mi puerta preguntando: «¿estás despierta?», diría «sí» sin que la duda asome por donde asomo la cabeza.
Qué vanidosa es la consciencia, con sus niveles y estados, tan dramáticos y amargos como el café sin endulzar. Qué recia es la ansiedad, cuando haciendo negocios con la necesidad sobreestima mis fuerzas hasta quebrarlas. Qué borde la soledad, cuando aún confesando mis pecados continúa torturándome. Qué trágica esta habilidad de esconder en lo escrito lo que no es posible pronunciar ni al oído cómplice, inestable como despertar y en tono rutinario pensar: «¿dónde está, entre qué gentes, diciendo qué cosas?».
¿Desperté?
Me gusta pensar que lo hice.