Hace unos años, en la ciudad de Toledo, observé a un damasquinador incrustar doradas hojas de acanto sobre una plaquita de hierro. Expuesto como langosta de supermercado, el artesano se sometía a las curiosas miradas de los transeúntes sin perderle la pista al oro toledano, al martillo o al cincel.

La técnica, increíblemente antigua, consiste en rayar el hierro con una cuchilla e incrustar en ese diminuto espacio, fino hilo de oro. De más está decir que compré la plaquita, la colgué de mi cuello y unas semanas después, la perdí al romperse su cadena y caer, desde el puente romano de Córdoba, en las aguas del río Guadalquivir.

Hay noches en que refino sentimientos y recuerdo al damasquinador y la plaquita: expresar guarda cierto encanto metalúrgico por la moldeabilidad de su materia prima, pero lograr ser comprendido es arte de peceras. Tiende, por instinto, cualquier espectador a fijar su vista en el producto e ignorar al artesano, pero no es la belleza lo grande del resultado, sino el privilegio de decir a Prometeo: «Mira… Mira lo que he hecho con tu fuego» sin levantar la vista para contar testigos.

Esconde cierto placer el amar profundamente, de forma unilateral, conspirando a duermevelas o escalando paredes en un pozo sin fin; pero, noches como esta, en que refino pensamientos, recuerdo la cadena y el río: basta un tropiezo o una mala jugada del destino para romper y perder lo querido en el vacío de lo inaccesible, de lo irrecuperable, de lo dado por perdido.

Pude lanzarme al río, si quería, ¡allí estaban las robustas piedras romanas para servirme de apoyo!, pero cómo recuperaría dos pulgadas de oro en 657 kilómetros de agua…

¿Cómo?