Idiosincrasia

Caminé al filo de la noche por las sucias calles del barrio, y fui el estrépito de un manojo de llaves chocando entre sí.

Me perdí en el umbral azul de una puerta, casi al final del bloque,

y fui el cerrojo del portón custodiando mi estadía.

Una mano extendida me guió al interior,

y fui la pesada viga soportando el techo;

también, eco de la música en otra habitación:

suave, como el aliento de león recorriendo a zancadas mi clavícula.

Transmuté,

y fui el olor a humedad en las cortinas, donde alzando la vista colgué un hilo de voz;

también, las sábanas desprendidas de la cama y el sudor en las pestañas,

condensando sin cesar jirones de adrenalina.

Sobre la mesa,

fui el vaso con agua fría y la brillantez de su marca,

impecable como el constante batir salvaje del verbo estímulo;

y, burlé,

más de una vez,

el traspié de la bóveda celeste,

cuando víctima de la sinestesia,

huí calle arriba hasta extinguirme.