Buscando una razón para quedarme, encontré plusvalor en irme.
Sentada con mi gata hecha un ovillo sobre la falda, disfruto los breves lapsos de silencio, mientras a la distancia despuntan los últimos rayos del día. No hay paz, pero sí la armonía de una prosa malsonante y el sentimiento de no sentir ya más amor que el propio.
Incluso aquí, me asaltan dudas demandando respuestas a preguntas poco favorables: será que al divisar mi rostro en la multitud, ¿lo distinguiría?; que al escuchar en público mi voz, ¿voltearía a verme?; o que al tropezar despistados, ¿me detendría aprovechando el nexo? ¿Peco de pesimista cuando les entrego un no y me desplomo? Tiendo a conformarme con muy poco.
De cierto modo, a Dafne le crecieron raíces huyendo, a Dédalo la vergüenza cuando Ícaro cayó del cielo y Ariadna despertó, abandonada en Naxos, sin más cobija que un desplante. Sobrevivieron. Cruzaron líneas marcadas en la arena escapando prematuramente, abandonando prematuramente, y siendo abandonados, prematuramente.
Yo, esté o no esté, cruzo líneas y soy dos: esta voz muda a destiempos, y mi ausencia prematura. No hay prisa. El té sobre la mesa, lo confirma y la puesta de sol, coincide. Tengo un telescopio pendiente de ajuste y uso, un plato en remojo y varios libros sin desenpolvar. No hay prisa, y es un lujo… Tampoco paz, es cierto, pero sí la armonía de una prosa malsonante y la esperanza de echar raíces, huyendo.