Anoche se sentó a mi vera un niñato y me preguntó: «¿fuiste feliz de niña?»; yo, sin alzar la vista, respondí: «¿quién no?».
A mi madre le gusta contar que nací con los ojos abiertos y no lloré, pero mi primer recuerdo es una falda larga con un enorme rosario de madera colgando a ras de mis ojos; el segundo, una mezcla particular de olor a plastilina, cigarrillo y polvo en mi manta para siestas preferida; y, el tercero, trepar el capó de un Datsun amarillo que mi madre conducía, estilo rallycross, por las estrechas calles de Caparra.
Con tres años ingresé a la Academia Católica de Pálvulos del monasterio franciscano, donde me educaron monjas que viajaron desde Sanlúcar de Barrameda para enseñarme francés en los rústicos salones de un edificio donde hoy, ya desaparecido, anidan los vagabundos de la Plaza Brau. Desarrollé preferencia por las calles de la antigua ciudad amurallada y más de una vez, fui amonestada por manchar mis zapatos con el tono azul maya de los antiguos adoquines de la San Francisco.
Con las monjas aprendí a leer demasiado rápido, a escribir estilizado, a no doblar mis cuadernos, a corregir mi postura, mi voz y mis juegos con finos modales franquistas. Nunca superé la brutalidad de los niños, cuando en elemental, recitar de memoria tablas de multiplicar me costó un columpio en el recreo. Eran salvajes. Fui promovida dos grados, me enamoré de la botánica y coleccioné hojas en un álbum laminado durante mi infancia hasta que mi madre, harta del olor a musgo, lo tiró a la basura.
Antonio se llamó el niño con el que excavé tierra húmeda para ver lombrices, y con quien pasé horas muertas teorizando sobre el sueño de los morivivís. Gané mi primer demérito al negarme a disecar una rana en el laboratorio y presionar a Antonio para enterrarla en un tiesto de la Capilla; el cura descubrió al anfibio podrido bajo el altar, presuntamente desenterrado por un gato, y su hedor provocó la cancelación de dos servicios y un cambio de filtros al sistema de aire en toda la iglesia.
Fue mi primer choque causa-efecto, el primer regaño real de mi abuelo y mi única suspensión escolar, secretamente disfrutada viendo films de terror escondida bajo la silla de mi madre. Aún me avergüenza la mediocridad propia y ajena, pero aprendí a enfangar mis zapatos, doblar los cuadernos, jugar con la comida y perturbar con mi ateísmo la paz de las monjas, revolcándose, seguramente, en sus tumbas frías, mientras yo-niña, atemporal, vuelvo a esconder en mi mochila una rana muerta.
¡Me gusta mucho lo que cuentas…/ G. y tus maneras…
Un saludo!!
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Gracias… Saludos.
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