Revuelve el viento de la miseria vestigios del pasado: viejos rencores, riñas insufribles y malos tratos; lentas figuras guiñándome un aviso de proximidad desde el retrovisor; monstruosas ilusiones ataviadas con mentiras, dispuestas a seguirme donde vaya, a asaltarme donde me detenga, a apuñalarme por la espalda en la ducha, en el coche, en la cama. Son miles, pero no llegan al millón.
Piso con maña el acelerador y volteo a verte, porque sé que estás a mi lado, con tu rostro apuntando al camino que brilla por su ausencia: no hay ninguno, pero sí la reincidencia obligándome a seguir sin cuestionar dónde nos llevas, a mí y a mis demonios, a ti, mi niño tonto, jugando a ser abril, siempre libre como el viento, o algo así… Que no lo sé, que aún es pronto, muy pronto, para saber.
Me crecen espinas y las riegas a diario. Te impongo un muro y le pintas girasoles. Chocas con mi armadura y le cuelas besos por los bordes. Sonríes, si te grito; me gritas, si no volteo cuando mencionas mi nombre, y es que finjo no escuchar tus palabras más amables, atenta al retrovisor, impulsada por el viento de la miseria, limándome las espinas, levantando muro, puliendo mi armadura, que es una de un millón.
Y es que sé muy poco, sobre lo que de verdad importa.
Y tú… Tú sabes demasiado.
El retrovisor puede avisarte de peligros que aún puedan perseguirte, pero solo es mirando al frente como podrás ver y saber lo que verdaderamente importa, cierto. Un saludo.
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