Delirium tremens

Los deseos tienen gravedad propia.

Miro al cielo y creo que un baño de luz estelar puede purificarme, como el agua a la herida abierta… Y es que hay tanto en un deseo, como fragmentos en las nebulosas y supernovas. Quizá se deba a que se compone de diminutas experiencias extraordinarias cohabitando en el oscuro vacío del tedio, de la rutina, de lo terriblemente ordinario y fugaz.

Y es que un deseo nace, precisamente, como una estrella: colapsa sobre sí mismo, preso de una nube de polvo, polvo y gas… sobras del tiempo y de los elementos más primitivos de nuestra esencia. Vive, solo si se consume en paradójica muerte solitaria… Quizá se habla demasiado sobre el deseo en sí, cuando es más, mucho más.

Hablo del despertar de ansiedades difíciles de asimilar, como la sed de dolor, un atracamiento de felicidad o la adicción al placebo que nada da: el deseo persistente de engañarnos, sabotearnos, ver lo que nos apetece cuando nada más lo hace, solo por sentirnos vivos, aún cuando no somos más que polvo… Y es que hay mucho de nosotros mismos ahí donde sufrimos cambios bruscos de temperatura, donde las condiciones climatológicas ajenas, combinadas con nuestras adicciones y nuestros miedos, sobreviven aliméntadose del caos; un caos que todo lo llena, que fijos en nuestro centro aparenta ser infinito, como nuestras ganas de seguir deseando lo que no nos desea.

Hay mucho orden en ese desorden: patrones que nos delatan de lejos, como la espectroscopia. ¿Qué se hace cuando colapsamos y emitimos una luz tan brillante, tan borde, que nos opaca, que nos consume en la oscuridad del infinito hasta desvanecernos en el vacío de un silencio tan propio que nadie más lo percibe? Colapsé. Soy esa nube de polvo, sin fragmentos ya, escarcha al aire y recuerdos gravitando en mi patético universo de sombras densas. No deseo más que dejar de desear, o ser deseada con la misma admiración de un niño observando por primera vez el manto estelar.

Nada de puntos medios. Nada de titubeos. Nada de nada que no sea borde, que no me consuma hasta el núcleo… Y es que la pasión no es un deseo, es mucho menos: un impulso incongruente, de consecuencias abismales; y es que la fidelidad no conoce de límites cuando los ojos brillan fascinados, cuando las lenguas se tuercen y no cabe más cuerpo en las manos. Me toca desenredarme sola. Que amar no es desearse, sino ser deseado o desear hasta colapsar y morir, presa en mi nube de escarcha que todo lo habita, que me intoxica los pulmones y me hace vomitar en silencio, convulsar sin moverme, sufrir despierta la parálisis del sueño. Gravito por instinto y me pierdo en la maravilla del universo, que me baña con su luz, como el agua a la herida abierta…

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