Si hay un recuerdo de mi infancia que me ata a las fiestas navideñas, es el sonido de latas vacías retorciéndose al son de «¡bajen! ¡bajen! ¡ahí está Santa!».
La estrategia era sencilla: por un extremo, atar un hilo de latas vacías al árbol de Navidad mientras el otro, subía escalera arriba hasta nuestra habitación. Santa, un gordo torpe y harto de galletas, no se percataría de las latas y tropezaría con ellas, alertándonos de su llegada. ¡Emboscada! Nos precipitábamos escalera abajo, empujándonos uno contra el otro, hasta llegar a un árbol sin Santa, pero repleto de cajas coloridas a las 3:00, a las 4:00, a las 5:00, a las 6:00 de la mañana. Incluso, pasado un tiempo ya, consciente de que no era Santa quien despertaba las latas, me precipitaba escalera abajo, empujando a mi hermano, por puro morbo.
Esta mañana, tropecé en las escaleras de mi casa con una bolsa de basura y el sonido de las latas vacías despertó en mí un sinsabor: que las latas vacías son mías, que no hay familia en los cuartos ni hubo fiesta la noche anterior. Qué momento histórico tan atípico este nuevo, o qué idealizado aún llevo el viejo, cuando a solas me someto a cuarentena voluntaria: caen mis amigos como moscas en sus camas, infectados por el virus, se suspenden fiestas navideñas y soy, sin serlo, la delegada de vaciar latas por puro morbo ya, y quien tropieza al día siguiente, escalera abajo, siguiendo el hilo imaginario de estrepitosos recuerdos infantiles difíciles de ignorar.