Soy la mejor versión de mí misma que he conocido.
Palabras redactadas hace unos días por mis manos temblorosas de rabia, que hoy comparto aquí tal y como son: sólidas como el mármol y ligeras como la espuma. Palabras enviadas a quien dijo no soy lo «suficientemente bonita» para salir con él; palabras que hace unos años, se habrían alojado en la fibra vital de mi autoestima infectándolo todo con preguntas imposibles de contener: ¿será mi cuerpo, su peso; mi rostro, su piel; mi pelo enredado, mis ojos mal-maquillados o mi risa escandalosa?
Para mi sorpresa, fueron palabras certificando que ya no soy quien era. Palabras testigos del largo camino recorrido descalsa, sola y a dos velas; palabras que gritan cuánto he tropezado por despiste, cuántos me han apuñalado con saña y cómo he llorado descontrolada, cosiéndome las heridas con alambres. Ya no soy esa mujer-florero, vacía y hueca, esperando con ansias su ramo de propósitos. No existo para satisfacer pretenciones ajenas o para alimentar egos que solo aman lo tangible: ahí no yace mi belleza.
Sí. Soy la mejor versión de mí misma que he conocido, aún cuando podría redecorar el trencadís del Park Güel con cada uno de mis defectos (que son, sin duda alguna, más duros que los azulejos). La única pregunta que hoy me infecta es ¿quién sería yo sin ellos? Sin mis altibajos emocionales, mis vaivenes intelectuales y mis pasión desmedida. ¿Cómo podría amarme alguien que roza con pudor mi superficie, cuando para amarme yo misma he viajado muy profundo… y aún no conozco en mí, límites?
Pido perdón por anticipado: no sé amar de otra manera.