Puedes tener la mejor mano y aún así perder la partida.
Uno sabe cuándo sobra. La gente tiene formas muy particulares de dártelo a entender, y rara vez incluye expresarlo verbalmente. No conocemos la mano de nuestro oponente, pero en todo juego sospechamos cuándo es hora de retirarnos y dejar la partida. Hay mucho instinto ahí, mucho que perder: orgullo, por ejemplo, aunque en mi caso, es solo el sentimiento de pérdida lo que me arrastra a retirarme sin intención alguna de reincidir. Es la peor versión de mí: esa que no voltea a mirar.
Tiendo a voltear; a voltear cuando me despido y no quiero irme. Es uno de esos sentimientos recurrentes, de esos que te impiden continuar. La sensación de que dejaste algo atrás y no es olvido, es casi abandono en su sentido más poético; pero uno sabe cuándo sobra, cuándo la mano que sostienes, por más buena que sea, no es la mano que ganará la partida. Hay que saber cuándo retirarse sin mirar atrás, decir ya no más y perder. Perderlo todo, sin ambiciones, sin pretenciones, con la consciencia limpia.
Perder es una buena forma de terminar el año.