Una noche, escondí en su solapa un par de lágrimas alegres.
Las dejé allí, en secreto, para que le acompañaran a donde fuese, sin mí o por mí, con sí o con ella, por ella o por sí. Confieso que escaparon de mis pupilas descarriladas por el impacto: hice parapente en su abrazo a más de cien te extraño por segundo; incluso, más de una vez, desafiando la gravedad del asunto y las leyes del contacto.
Sobrevivirle es un deporte extremo.
Es tan turbulento el azar con sus corrientes térmicas y sus accidentes orográficos, que juro no haber advertido la humedad en mis mejillas hasta pasado el pasado y alejado de mí, por sí y por ella, en abierta aberración a todo lo bello: al nervio, al choque, al golpe, al contacto, al instinto, la supervivencia, la sumisión, la ternura, la curiosidad y el deseo; a su afición por mi adicción, mi adicción a su cobardía: muda, como mis lágrimas en su solapa, escondidas, perpetuando en su química mi adrenalina.
Plañir es una compulsión desproporcionada.