Un nudo no sabe qué es un nudo.
Sabe, como mucho, que se compone de fibra y puede que por impulso se intuya enredado, pero un nudo no sabe qué es un nudo.
Quizá compre libros sobre enredos y descubra con el tiempo que existen de ciertos tipos, se identifique como náutico y se apode Prusik, Machard, Bachman…
Puede que un día, a la intemperie, desgastado por el sol, se pregunte agobiado: ¿seré desenredable? ¿fácil o imposible? ¿útil o inservible?
Y, como cualquier otro nudo, busque quién lo desenrede. Se fije en nudos de zapatos con pocas vueltas, románticos, estilo celta; quizá más superficiales, de Corbata, o en los más apretados, de garganta.
Le temería, por naturaleza, a manos diestras, y soñaría con ser pasamanería dorada de bolso con delicadas vueltas y flecos gordos.
Pero, aún así, un nudo as de guía no sabría a ciencia cierta qué es un nudo, ni a cuánta presión está de ser libre.