Los pasos dados en tierras ajenas tienen la precisión mítica de un reloj suizo.
Me fui sin saber qué buscaba y volví a casa sin saber qué encontré. Traje conmigo un puñado de historias que solo se trafican en mercados muy exclusivos: mercados de esos con olor a marisco fresco y manchas rojo-víscera sobre mesas muy blancas; mercados con sacos de especias vibrando al son del seseo de una España febril en pleno verano; mercados de risas y toques, de olores y sensaciones que solo se podrían acompañar con un par de ojos café, de esos que explican rarezas de un mundo extraño a una prófuga guararé del Caribe hispano.
Y aún sin saber qué me llevé, vi pasar los meses arrastrando los pies con el pesar de un enfermo: un día, recuperaba la compostura y al otro, me hundía en el delirio primaveral del invierno. Disfruto pensar que enferma de tanto extrañar lo que no tuve, di con aquello que tanto buscaba: renegando de todos, soñando despierta, contando los días de vuelta hasta vaciarme en el sueño rojo-víscera del desencanto, en la densa mañana que gestiona el frío, en lo inoportuno de un deseo que rehúsa a ser ya transitorio. ¿Habito en una isla, o la isla me habita? ¿Me fui sin dejar nada más que sobres vacíos de azúcar?
Suenan al fondo campanadas de la Catedral, mientras degusto un café muy suave. Demasiado suave. Café sin ojos, sin risas, sin calor. El frío es agradable y la brisa tímida. No quiero volver a casa sin saber qué encontré, pero sigo aquí sin saber qué busco. Quizá amor, o placer, o el rico sabor a novedad, de esa que solo se trafica en mercados muy exclusivos: mercados de esos donde se intuye familiaridad tanteando expectativas y deseos desordenados, mercado de besos y halagos, de miradas y y roces, sabores y sensaciones que solo se podrían acompañar con un par de ojos café, de esos que dejé a orillas de un portal una tarde febril en pleno verano…