Theros

«En aquel Macondo olvidado hasta por los pájaros, donde el polvo y el calor se habían hecho tan tenaces que costaba trabajo respirar, recluidos por la soledad y el amor y por la soledad del amor en una casa donde era casi imposible dormir por el estruendo de las hormigas coloradas, Aureliano y Amaranta Úrsula eran los únicos seres felices, y los más felices sobre la tierra.»

Cien Años de Soledad, Gabriel García Márquez

En los meses de verano, mi casa aparenta no poder respirar. Las corrientes de aire caliente pasman el tiritar de las cortinas y mis plantas, presas en sus tiestos, agonizan sin ánimo por el sopor de la tarde. Muy poco apetece en este averno solitario, e incluso pensar causa desánimo cuando lo único deseable es una bocanada de aire fresco. No se requiere mucha imaginación para atar cabos por aburrimiento y acabar ahorcándome en los pronombres singulares de esa, mi primera persona favorita. Todo un manjar literario que me remonta a la maravilla de Aureliano recordando la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

¿Sabían que ocurren más crímenes – y romances – en los meses infernales? Los científicos asocian el aumento a conductas impulsivas por desniveles de serotonina y dopamina. O sea, que estás amargado, no puedes dormir y todo cuanto respira, molesta, pero molesta a tal punto que quien no estorba, te enamora. Son noches de hastío y mal sueño. Días plagados de morbo, en que acudimos felices a ese lugar en la ciudad sin sombra ni agua potable al que llaman playa. No me malinterpreten. El verano también tiene su encanto: pocos placeres coexisten con la delicadeza de pasear por un parque, entre fuentes de agua encendidas y frondosas copas de árboles ancestrales.

Pero mucho he escrito ya sobre la dictadura del Tiempo, y muy poco sobre la del Clima, que por tener de aliadas más ciencias nos parece a primera vista inofensiva. Nada más lejos de la verdad. Qué ganas de ser Mister Brown y desatar sobre la tierra una lluvia torrencial que dure cuatro años, once meses y dos días. Ordenar desde mi trono en la compañía bananera el arroje al mar del banano de rechazo: de los cuerpos dormidos en trenes, sobrevivientes de la peste del insomnio, del olvido, de la muerte de los primogénitos, de la plaga de guerras civiles y pescaditos de oro refabricados sin cesar por las tristes manos de Aureliano.

Amarillo es el color del verano. El color de las flores cayendo del cielo, como una tormenta silenciosa, sobre los tejados del pueblo donde murió José Arcadio. El color del enjambre de mariposas que persiguió sin cesar a Mauricio Babilonia. Amarillo es el color de este mi Macondo: el de las trinitarias de los vecinos escalando verjas y techos, el de los muros externos de mi casa, el de los cojines en el balcón, y el juguete preferido de mi gata. Pero, rojo… Rojo es el color de las hormigas devorando al niño con cola de cerdo, consumiendo por siglos los cimientos malditos de la casa Buendía, y el color de la mancha en el termómetro anunciándome, sin piedad, un grado más de delirio en sintonía Fahrenheit.

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