Si te fijas con detenimiento, podrás reconocer la última romántica entre la multitud.
Camina zarandeándose, casi arrastrando los pies: despeinada, con la ropa arrugada y un libro deteriorado en su bolso verde-monte marca Strand. Increpa el paisaje buscando en los pequeños detalles eso que presiente la contempla de lejos: un mar de palomas, tan despeinadas como ella, picoteando entre las lozas de la Plaza diminutas migas de pan.
Puedes distinguir su sombra perdiéndose en el umbral de un Café. Contrasta con los tonos dorados de la tarde, reflejados en los vitrales cristalinos de las tiendas de ropa. Es la última de una larga estirpe de mujeres maravillosas: mujeres de cocina y de clubes nocturnos, indias del Caribe y engreídas del Viejo Mundo, víctimas de la guerra, del abuso, de lo obvio y de lo insulso.
Se sienta en una mesita que tirita al toque, ordena un café y bromea con el camarero. No sospecha que él esconde en su pecho un mundo nuevo, creado solo para ella, tan único en su geografía como una bolita de papel. Él no distingue que ella guarda en sus ojos una alegría muy exclusiva, diseñada solo para él, justo a la medida de sus ambiciones. Son, sin saberlo, azúcar y miel.
Da un sorbo al café y no es de su agrado, pero quién es ella para juzgar su imperfección. Observa, con la pupila dilatada, los últimos rayos de luz ultraviolenta rompiendo con dulzura la sobriedad de la tarde. Ella sabe que en algún rincón de la ciudad, un poeta desnutrido se consume en verbos, hasta extasiarse con la luz de los faroles que a lo lejos se encienden.
Debe irse, aunque nadie la espere. Cualquier noche es peligrosa. La melancolía podría asaltarla en un callejón graffiteado con tiestos de colores y luces navideñas, o bien podría atropellarla una ola de soledad al cruzar sin mirar la calle frente a su casa. Paga la cuenta, tropieza al salir y continúa su camino zarandeando. No mira a los lados, ni disimula su prisa.
A watched pot never boils.