Cuando abuela le preguntó al cura de su parroquia cómo sería el fin del mundo, él le respondió que para todos será diferente.

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Llaman Todo al infinito, pero yo no coincido.

Considero todo solo una parte tangible de este pequeño universo de formas conocidas y desconocidas, nombrables e innombrales, que se yuxtaponen unas sobre otras, creando un cúmulo confuso de condiciones y hechos que construyen nuestra realidad; realidad que descansa sobre la fragilidad de una perspectiva contaminada por la noción de Tiempo y el sentimiento de Pertenencia que nos hereda día a día el vivir sobre el peso vil de la hiper-consciencia.

Demasiadas palabras malgastamos decorando nuestra presencia y supuesta relevancia, cuando no somos más que polvo eludiendo la mano que pasa un paño. Muy poco se habla, sin embargo, sobre la inmortalidad de una partícula de néctar vibrando con el viento en lo más profundo del bosque, aún cuando es – sin duda alguna – un gran acontecimiento.

Hay mucha comodidad en los extremos todo y nada; comodidad que esquiva el nombrar las cosas por su nombre y soslaya la voluntad propia o ajena hasta quebrarla. Huyes de ti-mismo como una paloma de ciudad, ¿pero quién – si no tú – te ha vendido buitres de ensueño? Quizá, si nos esforzáramos un poco más por comprender lo particular, todo dejaría de ser tan decisivo. Todo podría ser como es, una mera simplificación vulgar del breve espasmo que llamamos vida. Todo sería – así, menos grave porque siempre podría ser de otra manera, pero… Cuidémonos del veneno que propagan los absolutos.

Sospecho que es lo único en que coincidimos.