Hay que aprovechar la luz, me digo al salir de casa los días de lectura. Es un pensamiento recurrente, una necesidad imperativa. Rara vez selecciono los lugares que frecuento por la calidad de la comida, la temperatura del espacio, la popularidad del lugar o la simpatía del staff... Pero, siempre – siempre, me fijo en la calidad de la luz solar.
Me gusta leer con ruido de fondo. El orden en la música me abstrae demasiado. Mis pensamientos, en alto volumen, solo son acallados por la voz que lee y esa voz, a su vez, es moderada por el ruido que le rodea. Es una cadena. Una cadena de hechos entrelazados que me consuela de múltiples formas, difíciles de explicar.
Esa luz me nutre, tierna e indirecta, como las plantas a las que se le rocía con spray sin vertir agua en sus raíces. No me molesta que me hablen, aunque me asusta. Sí, soy muy asustadiza. A veces me confundo entre las letras con tinta, y soy – sin darme cuenta – solo otro puntito sobre una i. Me cuesta leer en las noches, antes de dormir, así que he ideado un plan.
Almacenaré en pequeños tarritos luz solar. Correremos campo arriba con una red de mariposas y atraparemos rayos para doblarlos con delicadeza y llenar varios potes vacíos de cristal. ¿Sabes los que digo? Esos en que venden la salsa para pasta. Quizá recorramos más destinos, si me quieres acompañar. Ya sabes, del Café al Bar y del Bar a la sobriedad.