¿A dónde va lo que callamos?
Debe ir a algún lado, ¿no? Así como la materia ni se crea ni se destruye, ninguna idea ni sentimiento engendrado en nosotros, simplemente… desaparece. Pensamientos y deseos comparten ese afán por perpetuar su propia existencia: luchar y sobrevivir. Son el equivalente en el mundo material a microorganismos como bacterias que, fuera de control, provocarían infecciones muy graves. Lo único perecedero es este cuerpo y el yo que parasita por imposición en nuestro nombre.
La Muerte nos reclamará algún día. No hay nada que podamos hacer para evitarlo. El Tiempo consumirá tu carne, tu sangre; y si mueres en vida, como hoy día es costumbre, extinguirá también tu vitalidad y tu memoria hasta desmenuzarte. Descompuesto, caducado y arrastrando los pies, deambularás perdido por los pasillos, mientras tu yo más crudo permanece innamovible en un rincón sagrado de tu personalidad, donde la lucidez y la claridad a veces asomarán, por morbo, la cabeza.
Y me pregunto nuevamente, ¿a dónde va lo que callamos? ¿Qué pasará con los cadáveres natimuertos de nuestros impulsos reprimidos? ¿Los expondrá mi inconsciente en repisas como trofeos, o los esconderá como tarjetas en un álbum? ¿Nutrirán mis acciones como abono, o envenenarán mis intenciones? ¿Se acumularán como gotas, pensamiento tras pensamiento, deseo tras deseo, formando un charco, o serán una barrera de piedras creciendo al compás de cada tartamudeo prolongado?
Quisiera darte lo que callo, eso fue lo que pensé. Quisiera tomar cada pensamiento incompleto de nosotros, pulirlo y traspasarlo por su centro con un hilo de deseos hasta formar el collar más hermoso que han visto ojos vivos y ojos muertos. Quisiera guardarlo en una caja indestructible y dejarla a plena vista con un lazo para que al pasar, la tomara y al abrirla exclamara: ¡mira todo lo que has callado!, para que al ver el Tiempo mi regalo en sus manos, se arrepintiera en Vida de no habernos hecho completamente mortales.