Puedo sentir su mirada. Traspasa las paredes, las sillas, las mesas, hasta encontrar mi sombra y trepar por ella, cruzando como un rayo los labios con que beso el borde del vaso. Puedo sentir su mano áspera tanteando mi cuerpo, manos que sin alcanzarme desde el otro lado de la habitación, me estremecen recorriendo mis senos, mis nalgas, mis piernas, y marcan el camino por donde pasa su lengua, una lengua que yace muerta en su boca, entre sus dientes, húmeda y tierna, como el fruto prohibido.
Puedo sentir su piel, una piel suave y perfecta, que cubre los dedos que se deslizan sutiles entre los míos para explorar el pulso de la sangre en mis venas, venas azules como el cielo que también palpita, afuera, sereno. Puedo sentir su respiración atada a mi oído, un oído sometido al ruido de su aliento, un aliento que persigue el mío recorriendo mi cuello, lo aprieta y tira, tira con sutileza de mi pelo, hasta retenerme convulsando presa de su sombra, una sombra lejana que sonríe a otros, casualmente, mientras me devora.