Su destino fue realizarse a medias. Todo estaba truncado en él: su manera de ser tanto como su manera de pensar. Un hombre de fragmentos, fragmento él mismo.

Emil Mihai Cioran, Ese maldito yo (1987)

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Ella tiene el camino presente despejado, pero los ojos nublados y la mente descompuesta. No se reconoce en la narrativa que habita recuerdos ajenos: son impresiones distorsionadas, punzantes fragmentos de sí-misma dispersos sobre su propia miseria. Puede escuchar una voz gritando su nombre a lo lejos. Tiembla ante el terror de saberse en lo cierto: es un trozo pasado de su alma, sufriendo. Se pregunta si es su nombre causa de tormentos, si es uno de sus yos envenenando otro cuerpo. Reconoce esa voz que le llama. Tiende su brazo al vacío y espera.

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Mi niño llora por dentro, le escuché pensar con los ojos abiertos. Sé que me nota el cansancio en mi andar pesado, la lucha diaria en mi sonrisa rota. Lucho a contracorriente, para llegar a ella; busco cualquier par de ojos, que me sirvan de faroles. Su corazón me ancla con la fuerza de un fusil. Su voz me recuerda que soy hombre de fragmentos, un hombre fragmentado en mí-mismo. Esclavo del orden, del miedo a vivir. Mi niño llora por dentro, puedo escucharle pensar, y sé que estira el brazo, aunque no puedo encontrarlo.

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Cuento sin prisa los fragmentos esparcidos por el Tiempo: son el rastro de evidencia que deja ser humano. Diviso a lo lejos dos tontos jugando a ser ciegos, dos ciegos jugando a hacerse daño. Tropiezan con las sombras del Porvenir: él, me recuerda un velero sobre el Sena; ella, un pétalo seco en el Montparnasse. Juntos son un trencadís de colores brillantes, tan brillantes que me pregunto qué pensaría Guadí. Yo les compararía con dos galaxias muertas. Continúo mi camino admirando sus fragmentos: son prueba irrefutable de ser – simplemente – demasiado humanos.

Entrada dedicada a Emil Mihai Cioran (1911-1995), a quien debo más en estas últimas semanas de lo que cualquiera debería.