Colecciono en mi memoria lugares hermosos: trozos añejos de tiempo y tajadas ajenas de espacio. Hablo de momentos claves en que cerré los ojos para atrapar entre mis párpados pedazos de cielo y guardar en ellos el brillo ajeno de otros mares. Mis manos han rozado la piedra fría de hermosas construcciones: imponentes castillos medievales, magníficos alcázares españoles, elegantes catedrales italianas. He mojado mis pies en aguas del Adriático contemplando la inundación de la Plaza de San Marcos, y gotas del mismo mar cayeron en mi rostro mientras viajaba en vaporetto entre Venecia, Lido y Murano; también subí las escaleras penitentes del Bom Jesus, sufrí el camino infinito al Gibralfaro, y ni hablar de los puentes colgantes que he cruzado: industriales y firmes, como el Manhattan Bridge o rústicos y mortales, como Caminito del Rey.
Es un milagro haber encontrado siempre el camino de vuelta a casa. Cómo no me habré perdido en los jardines del Park Güell o de Sabatini… Cómo no me han encontrado petrificada entre las fuentes congeladas de Central Park, convertida en una viga más del antiguo convento de Lisboa, o tumbada en el bar Palm Court víctima de una sobredosis de jazz. ¡Cuánta música! ¡Jazz, bomba, rock, plena, boleros, rap! ¡Cuánto arte me ha regalado este mundo! Desde una plaquita diminuta en manos de un damasquinador de Toledo hasta los trazos monosilábicos de Joan Miró… ¡Cuánta belleza me ha atravesado y con cuánto valor le he sobrevivido! Podría trazar la ruta de mi vida sobre el camino de lágrimas entre los cuadros de Jan Peeters y de Elizam Escobar; y, sin embargo, aún no sé cómo explicar que siga siendo, él, mi lugar favorito en el mundo.
Extraordinariamente hermoso.
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Gracias, Irene.
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